miércoles, 9 de noviembre de 2011

Hojas de cerezo


Amanecimos en la última plaza de la última aldea antes de las montañas.
Pasamos media mañana quitándonos los piojos de las palomas.
Para el mediodía ya estábamos aprovisionados,
no mucho, lo elemental.
Dátiles,
una bolsa de arroz,
jirones de carne seca,
dos botellas de alcohol de ciruela.

Caminar hacia las montañas es hacer una promesa
nunca se piensa en volver atrás.
Como el otoño nunca vuelve al verano y las hojas no reverdecen al caer,
nosotros caminamos sin hablar ni desear.
Caminamos descalzos en paz.

Y cuando por los senderos de piedra
y plantas de flores viejas
la luz blanca empezó a verse dorada
vimos el claro, el paredón y el río.
Es curioso el tiempo, pero más la velocidad.
Cinco centímetros es el espacio que recorre una hoja de cerezo en un segundo al caer.
Cinco millas es el espacio que se desplaza un alma durante un atardecer.

Seguíamos sin hablar
cada uno disfrutaba su energía
daba placer compartir esa comodidad.
Hasta allí habíamos llegado y la transformación se hizo perceptible.

Nos bañamos en el río,
revolviendo las piedras del fondo,
encontré la más hermosa y la volví a cubrir.

Acaricié la tierra, el polvo milenario,
la piedra, la corteza.
Mis pequeñas manos huesos de bambú
los años las hicieron dóciles y los años las volvieron imprecisas,
las proyecté al cielo y la carne reveló su transparencia secreta.
Empujé las nubes y lloré por última vez.

Cerré mis ojos con el último sol
con fuerza
intentando empujar esa luz al centro de mi naturaleza
deseando que me acompañe hasta volver.
Prendimos un fuego, quemamos nuestra ropa y comimos.
Entonces escuchamos la tormenta llegar.
Todo fue perfecto.

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